Visto desde la altura, ese paisaje era el más austero, el más pobre del mundo —Darwin mismo, a quien casi nada dejaba de interesar, ya había escrito en 1832: «No hay ni grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de agua barrosa»—. Y sin embargo ese lugar chato y abandonado era para mí, mientras lo contemplaba, más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Viena o Amsterdam, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias.
Juan José Saer, El río sin orillas.
Prohibido bañarse. Aguas contaminadas.
Municipalidad de Ensenada
Una gota de agua poderosa basta para crear un mundo y disolver la noche.
Gastón Bachelard, El agua y los sueños.
Saer me hizo conocer mi río. En la década del 90, una editorial francesa convocó a escritores de todo el mundo para publicar una colección sobre los grandes ríos de la Tierra. Cada escritor debía escribir a orillas de su infancia. Para hablar sobre el Río de la Plata fue contratado Juan José Saer. Saer, navegante del Paraná, bajó a su boca gigantesca, a esa criatura enorme tragándose un mar. A su libro lo llamó El río sin orillas.
¿Se puede decir algo interesante de este barro? Saer lo intentó, aprovechando el encargo. Claro que no fue su idea: a ninguno de nosotros nos entusiasma hablar de nuestra orilla. Recuerdo el asombro que me produjo saber que vivía junto a un gran río. El Misisipi, el Amazonas, esos sí que eran grandes ríos. Mark Twain hamacándose en su silla, Nueva Orleans en nuestras madrugadas. Fuimos esclavos y vagabundos de un río poderoso. Cuando llegó Faulkner, esas aguas ya nos eran familiares. Por el Amazonas navegaban miles de novelas de aventuras. El barro ondulado de Punta Lara, un vago recuerdo en la planta de mis pies, no gozaba de ese prestigio. La colección Robin Hood, medida de todas las verdades, no lo nombraba.
Las olas minúsculas nos tumbaban sobre esa rugosidad. Jugábamos con esa arena oscura y sedosa, el río nos arremolinaba. Recuerdo a mamá levantándome del agua tibia, llevándome a otras aguas. Olvidemos esta arena. Nadie debe bañarse aquí. Si no decimos playa, no hay playa. Si no decimos río, no hay río. Sólo sobrevivieron algunas conversaciones. Invasiones de camalotes, sudestadas, junquillos florecidos al borde del camino, esa alfombra amarilla.
A diferencia del Paraná, donde se deslizó en un pequeño bote a la deriva el mejor cuento de Quiroga, el Río de la Plata y el mar del Tuyú son una ausencia literaria. Comentamos una invasión de mosquitos, discutimos sobre peces muertos cubriendo la playa, no mucho más. Punta Lara es la molesta vergüenza de la ciudad perfecta. Hace tiempo que las sombrillas no bordean los arroyos de Plátanos. En La Balandra y Los Talas, ya no suenan acordeones ni se ríen, a los gritos, las bocas ensangrentadas de sandía. La orilla de cien nombres recibe riachuelos humeantes de ácido. Los arroyos cristalinos de Guillermo Enrique Hudson han perdido encantos y visitantes, allá lejos y hace tiempo. Algún murallón se ha pintado. Algunas rotondas ordenan el viento. Pero no hay caso. Esa espuma marrón nos inquieta.
El río recibe deshechos, fugitivos, muertos sin nombre. Lo disimula cuanto puede pero sus aguas, cansadas de desprestigio, se desbocan furiosas ni bien las empuja el viento. Vomitan petróleo, quiebran murallas. Pero qué extraño: sólo en esta orilla. Colonia de Sacramento luce fuertes y casonas de otros siglos porque el río la deja vivir tranquila. Las mínimas alturas uruguayas inclinan el río hacia aquí, con su presencia perturbadora y molesta. «Hay sudestada» guarda entre los dientes un insulto, y el agua lo sabe. Harta de ninguneos, engendra furiosas correntadas. Los sauces apenas salvan la cabellera. Lo demás se lo lleva ese líquido indescifrable. El río se desboca como un adolescente, pero la culpa no es suya. Vivimos como si no existiera, hasta que llega el día en que navega bajo nuestra cama.
Cuando el viento viene cargado, nos acordamos del río. Con el trueno nace el insulto. Inmenso. Acuífero.
—¡Campo fiero y desamparao!— dije en voz alta. Íbamos por un pajal descolorido y duro que los caballos husmeaban despreciativamente, con algo de alarma. También yo sentía un presagio de hostilidad. [...] —¡Campo bruto!
Ya podíamos mirar para todos lados, sin divisar más que una tierra baya y flaca, como asonsada por la fiebre. [...] Para el lado de la mañana, estaba el mar, que sólo la gente baqueana alcanzaba por entre los cangrejales. […] Bendito sea si me importaba algo de los detalles de aquella estancia, que parecía como tirada en el olvido, sin poblaciones dignas de cristianos, sin alegría, sin gracia de Dios.
El paisaje sigue siendo el mismo. Pero alguien lo escribe y el mundo se reinicia. Con Saer tuve noticias del agua de nuestro costado. Con el viejo Sombra y el reserito Fabio Cáceres la recorrí. En el río sin orillas, la literatura crece a los ponchazos, pero entrega, finalmente, páginas que abrigan.
Atrás de los junquillales, vimos azulear una chapa de agua como de tres cuadras. Volaron bandurrias, teros reales y chajás. Parecían tener miedo y quedaron vichándonos desde el otro lado del charco. Sabían algo más que nosotros. ¿Qué? Garúa trotó dando un rodeo, seguida por Comadreja, y bajó hacia el agua. Nosotros quedamos a orillas del pajonal. El barro negro que rodeaba el agua parecía como picado de viruelas. Miles de agujeritos se apretaban en manada unos contra otros. Unos pocos cangrejos paseaban de perfil, como huyendo de un peligro. Me pareció que el suelo debía de sufrir como animal embichado. Ahá —dije— un cangrejal [...].
¿Dónde termina el río? En Montevideo lo resolvieron de manera sencilla: a las aguas marrones que cercan a los montevideanos la llaman mar. Y punto. Quién se los discute. De este lado, el límite es obsesión. Somos turistas huyendo del agua dulce, pero a veces no ponemos suficiente distancia: en el Tuyú, si sopla un viento estamos en el río, si sopla otro, llega el mar.
De pronto, una franja azul entre las pendientes de dos médanos. Y repechamos la última cuesta. De abajo para arriba, surgía algo así como un doble cielo, más oscuro, que vino a asentarse en espuma blanca a poca distancia de donde estábamos. Llegaba tan alto aquella pampa azul y lisa que no podía convencerme de que fuera agua.
Llanura sin encanto. Viento. Nada que valga la pena en los bajos del Samborombón. Entonces aparece el mar y respiramos aliviados. No nos han olvidado.
Sentí que la soledad me corría por el espinazo, como un chorrito de agua. La noche nos perdió en la oscuridad. Me dije que no éramos nadie [...]. No podía dejar yo de pensar en los cangrejales. La pampa debía sufrir por ese lado [...]. Y miré para arriba. Otro cangrejal, pero de luces.
Somos este viento y este río. Somos el agua de nuestro costado, sus tercas ondulaciones.
Publiqué la primera versión de este texto el 23 de octubre de 1994, en el diario El Día de La Plata. Las inundaciones se ensancharon, las furias del río son más crueles, ya no diría lo mismo. Pero miles de turistas findesemaneros que llegan a Punta Lara desde Florencio Varela, Quilmes, Lanús o Avellaneda le dan la espalda a estas disquisiciones. Justicia poética.
Los fragmentos citados en estas páginas fueron extraídos de los capítulos XV y XVI de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.