Cuando el peregrino de los caminos de Santiago llega a Finisterre quema todo lo que puede ser quemado. Su ropa, sus pocos cachivaches. Una ceremonia contundente: deténgase aquí, este es el fin del camino y la sed. El ruido de las suelas sobre el pedregullo —ese ruido que es silencio— muere al borde del acantilado, y todo es un mirar la fogata muy cerca del abismo. El mar es una boca de pez abierta hasta el infinito (por eso no vemos el pez) escamoteando la escena de lo que ocurre más allá. El pez de boca gigantesca es el dueño de la nada y sus monstruos. Nos marca, por si quedara alguna duda, que nuestro lugar está junto al equipaje hecho cenizas. Todo ha sido caminado: solo somos dueños de regresar. Al volver, les diremos a nuestros conocidos que hemos visto el fin del mundo. Satisfechos, abriremos una lata de cerveza y la tomaremos con los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia atrás.
Pero resulta que alguien, una vez, nunca o siempre, llega a Finisterre y aprecia, con nitidez, la boca del pez. No sé si la ve o la sabe, pero entrecierra los ojos para dibujar lo que sucede más allá de la comisura babeante de mar. Busca como un enloquecido llegar a la playa bajo los acantilados y corre hacia las olas que se pegan a sus muslos como una pollera. Es posible que la boca del pez lo trague pero también es posible traspasarla. Cuando despierta de sus brazadas enloquecidas, el peregrino descubre la vastedad que lo espera. Ni sólida ni líquida, ni cóncava ni convexa. Una planicie desconocida para echarse a andar.
Cuando la recorre, dos mujeres vuelven sobre sus pasos, un panadero llora su desgracia, un chico salta de un tren en movimiento y otro sopla una cerbatana, una tía apunta con sus fotos viejas, un soldado estalla en mil pedazos. Se escuchan tambores, galopes desenfrenados, campanas. Son los waimiri o siete tribus bajando de los Urales. Territorio desconocido el de la propia memoria. Ningún hilo de Ariadna resulta suficiente.
Las historias que me conmueven sucedieron más allá de la boca del pez.
Los protagonistas se lanzaron al mar o al río de sus vidas sin instrucciones, sin atrás ni adelante, sin antes ni después. A punto de arrepentirse, llegaron a donde no iban. Esta es la historia de lo que encontraron y tuvieron que nombrar, porque no existía antes que ellos ni podría existir después. Este es el testimonio de lo que los esperaba desde siempre, de cómo conquistaron y habitaron el lugar que se les hizo imprescindible.
O quizás esta sea la historia de una peregrina en particular.
Pasajera sin pasaportes ni ventajas, volví del pez trayendo el sobrenombre con el que sería recordada.