Nací en esta ciudad, le dije a nadie.
La Plata anestesiaba, lentamente, las ganas. Cuando supe que no era fácil irse de ella recorrí sus pecados. Los descubrí en su bosque amanerado y minúsculo.
El león recibió mis caramelos. Esperé su rugido, me dedicó su bostezo y sus dientes amarillos. Más allá del zoológico, las magnolias despedían un perfume a caño de escape. Detrás, el museo me invitaba a recorrer sus momias y puertas del sol. Sin preguntar demasiado, seguí de largo. Entre grutas descoloridas y astronomías viejas, la encontré. Quedé sin aliento. Grité, canté, escribí tórridos sonetos cuando conocí la cancha de Gimnasia.
Reclamando amor como una desaforada, la ciudad era bellísima. Me quedé con sus lobos feroces, sus frigoríficos abandonados, su basura, sus negros de mierda. Sus batallas perdidas. A esa pasión le debo escenas memorables. Papá aullando su bestia, mamá tejiendo horas azules y blancas. Terremotos y transpiraciones. Torsos desnudos teniendo sexo con los alambrados.
Al Lobo le regalé mi último guardapolvo. Una tarde que me senté sobre él, cayó por el hueco de los tablones. Fue una caída lenta, pendular. El monograma del Normal 1 se perdió en un charco de barro. Me quedé sentada allí, en aquella altura de madera, hasta que se fueron los últimos.
Nací en esta ciudad, le dije a nadie.