Ucrania

En la aldea donde se tejió el mundo
me esperaba una tía.

Contra todo pronóstico, riéndome del cuco comunista con el que quisieron asustarme, me fui a Ucrania. Es un país pobre y sin caminos, me dijo en Bratislava el guía cubano. Ese gusano.

El consulado me dio la noticia. Lena estaba viva. La hermana de mi mamá, la tía que se quedó del otro lado de la guerra. De pronto, las postales familiares caminaban por esa avenida de obispos y pestes. Compré los pasajes al compás de una Blackberry poderosa, y allá fui. Pisé tierra ucraniana en Lviv. Austria y Hungría llegaron alguna vez a estos confines, a esta nieve. El imperio sobrevive en sus palacios.

Esteban, el traductor que me buscó en el aeropuerto, eligió el camino a través del bosque. Entonces los relojes corrieron hacia atrás, una aldea, otra, una mujer empujando su cabra, un hombre viejo, una cúpula dorada y las campanadas de una misa. Nos detuvimos, perdidos, en una iglesia. Su torre, esa extraña cebolla reluciente, se apagaba con la tarde.

—Pañi.
Pañi, yo conocía ese nombre. Madame. Señora. Mistress. Pañi.
—Buscamos la casa de Lena.
Esteban, llegado del Chaco en los 90, hablaba un ucraniano doméstico, sin esfuerzos ni deletreos.
—¿Llegó su parienta argentina?
Éramos la noticia de esos días. El último coletazo de la guerra.

Llegamos con una luz agonizante y boreal. En la última calle de la última aldea, parientes apostados en un viejo Lada atronaron el aire con palabras que tenía arrumbadas en mi memoria junto con los acordeones del club Vostok. Allí estábamos, por fin, Esteban, el traductor; Cristina, mi compañera de viaje, y yo.

El Lada nos guió por un camino de nieve embarrada hasta una casa de madera. En la entrada, me esperaban un primo, parientes que ya ni recuerdo y Lena, la hermana de mi mamá, vestida de fiesta. Lo que ocurrió entonces, ya podré relatarlo.

Salieron a relucir fotos sepia, de un lado y del otro. Las que traía yo de Argentina, las que Lena guardaba. Más de la mitad eran las mismas. Eugenio, su marido, lucía una campera tejida por Sofía, mi mamá. Se la había regalado mi abuelo en su viaje de 1973. No me lo dijo, esperaba que yo me diera cuenta. Al otro día reconocí ese tejido, recordé la máquina Knittax y la lana devanada con parafina, un paisaje que se esfumó en 1977. Le celebré el gesto. La campera lucía impecable.

Esa noche, Eugenio cantó sus madrigales. En esa habitación del fin del mundo, rodeada de nieve y arados tirados a caballo, al calor de la leña, su voz sonaba lejana y medieval.

Dormimos allí, en la mejor pieza de la casa. Nos reencontramos con Lena y Eugenio a la mañana siguiente, ya sin ceremonias. En la cocina atravesada de luces, más fotos, más explicaciones, mientras se calentaba en las ollas el agua del desayuno y el aseo. Después, las mujeres jóvenes recogieron las tazas, que entrechocaban con ese ruido viejo y conocido. Una de ellas comenzó a preparar los varenikes del mediodía.

Llegó el momento de ir a Babie a visitar a la familia de Ana, mi abuela. Más llantos, más fotos, más abrazos. Un hombre detuvo su utilitario para contarme que trabajaba la tierra que había sido de un hermano de mi abuelo. Estaba en casa, charlando con vecinos. Podía ser una esquina de La Plata, un amigo de papá comprando un terreno en nuestro barrio. El camino desde la jata a la aldea y luego a América, lo hicimos en sentido inverso. Este es el lugar donde vivieron, de aquí partieron, me llevaban del brazo, debía apoyar mis pies en el lugar exacto, la mirada dirigida al viaje a punto de suceder. Recogí puñados de tierra, esa ceremonia inevitable. Cuando regresamos, alguien comenzó a cantar, lo siguieron los otros, el Lada amplificaba las voces.

A la tarde viajamos a Lutzk para que Lena y Sofía se saludaran por Skype. Para Lena, no sé por qué, mi mamá es «Eugenia», nunca dejó de nombrarla así. Ellas se separaron cuando mi mamá tenía 3 años y Lena 7. No hubo preámbulos. Simplemente, retomaron su conversación de monedas y viajes.

Con la cena, llegó el intercambio de regalos. Tapices en punto cruz, pañuelos, una botella de licor. Compartimos una larga noche y un último desayuno antes de volver a Lviv. Al primo Roman lo volvimos loco: yo le dejé plata para Lena, Lena le dio plata para mí. Lena quería a toda costa que lleváramos comida para el camino —pan casero, panceta, varenikes, compota— pero le explicaron que nos daban de comer en el avión. Con comida que debe pagarse en los vuelos de Iberia y varadas en Barajas, me pregunto por qué no le hicimos caso.

Yo sigo viva porque esperaba este momento, dice Lena. Armada de bastón y rodete, muestra sus cicatrices. Ha cruzado dos guerras, ha vivido en el mismo lugar pero en tres países, ha llegado hasta la orilla de este siglo. Su vitalidad la hace soñar otras hazañas. Espera a su hermana Eugenia. Quiere recibirnos en el verano. Quién sabe.

Barajas, febrero de 2013.

Eugenio, Yeñik, esposo de Lena Romaniuk Chomyk.

Lena Romaniuk Chomyk fue la primera hija de mi abuelo Nikifor. Su madre murió cuando ella tenía siete años. Mi abuelo, vuelto a casar, tuvo a Sofía, Nicola y Vera. Esta es la historia del reencuentro de Lena y Sofía. O quizás sea mi historia.

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