Estoy en la aldea de Voronchin, en Volinia, una cierta nación ucraniana. Estoy parada frente a una fotografía que cae desde la pared. Allá los cuadros cuelgan casi a la altura del techo, muy inclinados hacia abajo para poder verlos. Un cristo y una virgen también miran desde esa posición, rodeados de un rushnik de lino bordado en punto cruz, rojo, negro, blanco, negro, formando rosas perfectas. Los bordados también rodean las fotos de los muertos, la tela cayendo sobre una repisa con flores de plástico. Las imágenes recuerdan juventudes o el último instante, a veces el más último de los últimos instantes, porque si no hubo tiempo de fotografiar en vida a una persona allí está igual, los ojos apagados pero abiertos en el destello final de la cámara, antes de recostarlo en el féretro.
Siempre esos cuadros, en el recibidor y en el salón donde se toma vodka y se come arenque con las visitas. Hay un cuadro, en todas las casas, que reúne imágenes familiares desde la primera vez que una cámara volcó luces y sombras en un papel. Daguerrotipos apenas legibles junto al brillo Kodak. Un desfile de niños, acordeones, soldados, novias aferradas a sus ramilletes, antes o después de irse. Así se presentan los habitantes de la casa. La muerte es un detalle.
Estoy parada frente a esta cartografía en la última casa de la última calle de la última aldea de Volinia. Lena permanece inmóvil a mi lado y también está bajo un árbol que se secó en blanco y negro, patos y charcos para siempre blancos, para siempre negros, detenidos en ese momento en que Lena elige posar parada al lado de una silla vacía, mirando al fotógrafo de la aldea que le indica que retenga la respiración, quieta, quieta, así, batiendo sus brazos como alas en los laterales del trapo negro que lo cubre. Entonces Lena se aferra con cada dedo al respaldo de la silla para que no se mueva, para que mire atentamente al fotógrafo como ella, que está allí, parada, posando para ser recordada joven, bella, sola.
Nos hemos conocido recién. Hemos corroborado que ella es Lena, mi tía, de la que tenía una vaga noticia. Hemos confirmado que soy la hija de Eugenia, hermana menor de Lena, la que zarpó en 1939 desde un puerto polaco para no volver más. Ahora Lena puede decir: 1939. Ahora puede decir: América. En 1939 apenas podía correr detrás de un carro gritando que la llevaran a ella también.
Estoy al lado de Lena mirando a Lena. Quisiera preguntarle por qué me tortura con esa imagen, por qué seguimos paradas allí. Su madre no está y no estaba entonces. Su padre tampoco está, se aleja sentado en el pescante de un carro y lo último que ve es su espalda y su cuello porque su cabeza está hundida en su tragedia. «Papá se fue llevando a su nueva mujer y su nueva hija». También se lleva un rollo de billetes envueltos en un pañuelo y una promesa de volver a buscarla. Extraña manera de volver la de mi abuelo Nikifor. Aquí estoy, Lena, hemos vuelto. Estoy parada frente a ella cargando en la valija mis muertos y mis vivos. Aún me aferro a ella, a lo único que conozco, porque no he traspasado el recibidor.
Lena acomoda su cabello bajo el pañuelo y también me mira fijamente en blanco y negro. Estoy llorando amargamente y Lena murmura: «No te preocupes, ya pasó», pero no me dice: «No es necesario llorar, vos no tenés la culpa». Esteban, que nos traduce a duras penas, le ofrece las frases que debería decir. Pero las palabras vencen: nos dice que la hemos dejado sola. Lena me sumerge en un abandono desgarrador porque alguien, alguna vez, yo, hoy, aquí, en esta eternidad, le tiene que pedir perdón, le tengo que pedir perdón. Creo que podría arrodillarme, estoy a punto de arrodillarme. «Ya pasó», me consuela. «Fue hace tanto tiempo. Todos me han querido, he sido una buena mujer».
Cuando el perdón fue pedido en todos los idiomas y en todos los continentes, recién entonces, Lena señala la foto a la derecha de su propia foto, donde posa junto a la silla. Me acerco porque las luces y el hipo y la valija no me dejan ver bien. Mi mamá. Mi otra tía, Vera. Mi abuela Ana. Mi abuelo Nikifor, jóvenes y elegantes posando en el mejor estudio de fotografía de Berisso. Las telas un poco toscas, la mirada solemne, las cinturas fértiles. Reconozco esas melenas cortas y cuidadas, esos vestidos recién estrenados, cosidos en una pieza de conventillo. «Son ellos, mi familia, mi mamá», murmuro, como si Lena no supiera. La foto le ha llegado hace tantos años. La ha repasado tantas veces. La ha odiado. La ha amado. La ha pegado junto a la foto que se sacó, por la misma época, en el jardín de su rabia.
¿Cuánto tiempo estuvimos paradas ahí? ¿Cuándo me libraron de la valija y me sacudieron la nieve? Pasamos al comedor y Eugenio recibe a su esposa con una canción de amor. Lena ha pasado hace tiempo la barrera de los 80, Yeñik apenas los tiene.
En esa pequeña habitación, escucho la historia del pastor adolescente que se enamoró perdidamente de Lena, por entonces una joven recién casada. Me cuentan del destierro de Yeñik, ordenado por su padre para alejarlo de Lena. Todos recuerdan sus regresos, sus noches bajo la ventana de la mujer prohibida. Su padre lo lleva a un cuartel para que se convierta en soldado. Al salir, le pide a Lena que deje a su marido y se vaya con él a la extrañeza de los soviets. Lena prefiere los rumores a los golpes, se escapa con el soldado y conoce el mar de Crimea. Juntos, ven crecer un nuevo orden. Juntos, lo ven atardecer.
Está anocheciendo. El clan familiar recibe a una sobrina que les ha caído, literalmente, del cielo.
Al amanecer, voy a buscar agua al aljibe y me recibe una nieve de llanura que no conozco. Esponjosa y amable, se derrite al sol como yo. La planicie barrosa que habito se parece tanto a Volinia. Esteban me ayuda a traducir una canción de la primera noche que pasamos juntas. El mismo trigo, las mismas imperceptibles ondulaciones.
Волинський краю дорогий
Для мене був колискою
Озер блакить і шум лісів
Для мене став ти піснею.
Волинь моя,краса моя,
Земля моя сонячна.
Шумлять,колишуться хліба,
Мов хвиля в морі грається,
Моя заквітчена земля
До сонця усміхається.
Волинь моя, краса моя,
Земля моя сонячна.
Де ще знайти таку красу?
Мов в казці намальовану,
Мов нерозплетену косу,
До серця причаровану.
Волинь моя, краса моя,
Земля моя сонячна.
Volyñ mi querida nación,
Sos mi cuna y lo serás siempre,
Sos una canción que guardo en mi,
lagos y bosques, tu dulzura.
Mi bella Volyñ
Nuestra tierra llena de sol.
El murmullo del trigal
Como olas en el mar,
Esta querida tierra florecida
Regala al sol su gran sonrisa.
Mi bella Volyñ
Nuestra tierra llena de sol.
¿Dónde encontrar una hermosura así?
Como un dibujo fantástico
Como una trenza desatada
Se ha quedado en mi alma.
Mi bella Volyñ
Nuestra tierra llena de sol.
La quimera nacional es la misma. Esa elegancia de las espigas en nuestros versos, en nuestras banderas. Las hemos dibujado tantas veces, el lápiz tomado muy abajo remarcando cada grano. Yo, que ayer pedí perdón de rodillas (¿me arrodillé frente a una anciana que es mi tía? ¿dicen las letras cirílicas, esas arañas sobre papeles viejos, que Lena es mi tía? ¿estás segura, mamá?), yo también habito una nación de trigales. La soja, esa voracidad de agua, vino cuando los himnos ya estaban escritos, las banderas levantadas. Nada sucede como nos cuentan los libros de lectura pero no sé cómo explicarlo parada aquí, al borde de un pozo igual al que me asomé en Brandsen para asustar y asustarme, aquí, suspendida, esperando que el balde llegue al espejo y recoja el agua con el que me lavaré el pelo de alguna manera.
Entro a una cocina de cal y leña igual a aquella donde calmaron mi susto después de inclinarme peligrosamente en un aljibe. Desayuno leche recién ordeñada en una habitación donde nadie conoce a Evita, al Che, a Perón. Es tan curioso, tan improbable. Aquí las discusiones se encienden con Merkel o Putin, vuelan chispas cuando alguien recuerda a Stalin. El aire se tensa como una cuerda mientras sirven un jugo de guindas que tiñe de rojo el mantel, las servilletas, las conversaciones. «Cuando papá se estaba por ir, mi abuela me dejó pasar muchas horas con él». Conozco ese mantel de hule. Las canastas de fruta sobre un cuadriculado azul. El ruido sordo de la madera y las tazas de lata, chocando. «Unos días antes que ustedes se fueran, vino su hermano y trajo dulces». Ustedes, me dice. No soy mi mamá, Lena. «El tío nos dio dulces a las dos. Y papá, furioso, te quitó los que tenías en las manos y me los dio todos a mí». No voy a pedir perdón esta vez. No lo voy a pedir.
Más tarde, bajo un sol frío y desconocido, viajamos campo traviesa en un Lada destartalado. Estamos yendo a misa con tíos y primas que me han brotado como un zarpullido. Quisiera decir que Volyñ moia es una canción de rimas tontas. Que las mujeres ya no usamos pañuelos de flores, si alguna vez los usamos. Que no vamos a misa. Que, si vamos, a la media hora regresamos a nuestra computadora o al fastidio del supermercado. Pero elijo no decir nada.
Llegamos a una iglesia que, estoy segura, he visto antes (¿en la República de los Niños, en los cuentos de hadas?), conozco esa madera azul y esa cúpula dorada, esa irrealidad. Mi pelo se seca durante tres infinitas horas de plegarias y cuadros inclinando el techo sobre nuestras cabezas. Siete vueltas del sacerdote con el bebé en brazos alrededor del altar si bautizamos un niño. Siete vueltas del sacerdote y el bebé esperando en el suelo, si bautizamos una niña.
A la salida, me hacen hablar para reírse del sonido de las vocales. Es mediodía y me han perdonado. Ahora podemos llenar ese océano que va desde el verano de 1939 a este invierno de 2013. Voces bajas. «Primac». «Novit Vir». Palabras que se susurran, como Stalin o Hitler.
Mi abuelo era un primac, alguien que vive de prestado en la tierra de otros, me explican y entiendo. Cuando su primera mujer muere de puro parto, Nikifor debe irse del único hogar que conoce. Su hija Lena debe quedarse: ella le asegura al linaje materno la propiedad de la tierra. Su hija es su hija pero antes es hija del clan de su madre. Entonces el joven que bailaba sin preocupaciones se desploma como un gato herido. Lo reciben en la jata de su amigo Grilko, desde donde puede ver crecer a Lena. Pero Grilko es llamado por el ejército y parte a Novit Vir. Cuando las bombas alemanas caen sobre Novit Vir y su campo de reclutamiento, cuando vuelan por los aires los jóvenes que esperaban despreocupadamente y cuando mi abuelo Nikifor, 20 años largos, va a buscar a su amigo Grilko y recoge sus pedazos, la verdad se revela sin demasiadas vueltas: hay que huir.
Nikifor prepara su partida. Colma de dulces a la pequeña Lena antes de irse con Ana, su nueva mujer, hermana de su amigo Grilko. Se van con Yeña, la niña que selló el amor. Volinia, bella como una trenza desatada, es testigo del desgarro. Nikifor llora frente a Lena mudo de rabia. Lena grita su pesadilla y su abuela le anuncia la maldad del mundo. La envuelve en su abrazo explicándole que es mejor ese dolor que cruzar el océano y sus monstruos. Lena no sabe lo que es un océano, pero sabe lo que es un monstruo. Lena me explica que Ana, mi abuela, fue una mujer descuidada: «En Brasil murió su segundo hijo porque lo dejó caer de su regazo». Trato de corregir la versión, le hablo de la selva y la neumonía pero no puedo demostrar lo que digo y Lena se aferra a la escena que la mantuvo viva. Unos años después de aquel barco que no podía imaginar, Lena prepara la foto. Ya no está su abuela, es una huérfana errante y, de algún modo, una mujer libre. Las familias de su aldea la han acogido y ella se fotografía, cuando sabe cómo hacerlo, tal como vive.
Volvemos de misa para almorzar remolachas hervidas y varenikes. Una ricota dulce y tibia que se mezcla en mi boca con el agua guindada. Yo no estoy aquí, nunca estuve aquí. Mis primos y Lena preparan ahora la excursión a Novit Vir, no quiero ir, es una historia descuartizada, les digo o me digo porque le pido a Esteban que no me traduzca.
Recorremos el camino de los años espiga por espiga. Las guindas se han vuelto licor. A nadie le importa una herida política que traigo en el orgullo, un barrio donde fui maestra y remonté barriletes, mis operaciones o la salud de mi madre. Me interrumpen porque no les importa o porque ya es hora de ir a Novit Vir. Hay una familia más allá de Europa, comento, pero ya están organizando quienes irán en el Lada y quienes irán recostados sobre el heno del vis. Elijo el carro, soy la visita y me hacen ir junto al conductor, ese silbido lo conozco, lo he escuchado en Brandsen, quiero comentarlo pero Esteban no está cerca para traducirlo. Me ato el pañuelo al mentón a la manera de ellas, y allá vamos, todo se esfuma, todo es Volinia ahora.
Aquí encontraron su cabeza, aquí su brazo. Aquí, Nikifor decidió irse. Aquí Hitler, aquí Stalin, aquí una revolución, una guerra, un soldado niño. Me lo explican haciendo con sus manos montículos de nieve. Aquí fue donde lo encontraron, aquí fue. El regreso está mojonado de cementerios, los rushnik sobre las cruces y otra vez las fotos pero esta vez como cerámicas en cada sepulcro. En la Argentina ya no vamos a los cementerios, nadie me escucha. Nadie. Aquí, la tumba de Grilko. Acomodamos sus pedazos y lo vestimos con su uniforme, me explican. Hitler, susurran. Stalin, responde un tío o una prima y una guerra sorda y presente y viva se desata en las afueras de Voronchin.
Vuelvo a la casa cargando nuevos muertos. Me recibe la silla vacía de Lena. Me siento en ella, mi cuerpo la llena completamente. Lena me despierta para cepillar mi pelo. El de ella ya está preparado. Es de noche y el cabello de las mujeres debe cepillarse, hebra por hebra.
La Plata, 2019.
Ana, mi abuela, la segunda mujer de Nikifor, con sus hijas finales y definitivas. Zoja en los documentos, Eugenia o Yeña en el bautismo, Sofía en las aulas de Berisso. Con moño y dientes de leche, Vera, Verita. Como Lena, se enamorará de un soldado. Su historia cerrará este libro.
El abuelo Nikifor, padre de Lena, Yeña, Nicolita y Vera. Lena, la que se quedó en la aldea. Yeña, mi mamá, la que cruzó el mar. Nicolita, el que respiró el aire de la selva hasta morir. Vera, nacida en el Mato Grosso, para dejar de llorar.
Mi mamá y yo en las fiestas de la Independencia en Lutzk. Después del primer viaje en febrero de 2013, sobrevino el segundo viaje en agosto en compañía de Sofía, mi mamá, quien fue a reencontrarse, después de 77 años, con su hermana Lena. Sofía volvió a ser Eugenia, Yeña en la intimidad familiar. Cuando se cruza el mar cambian muchas cosas. Los nombres, por ejemplo.