Cuando crucé las montañas y navegué el río del mundo,
todas las fronteras cayeron, menos una.
Cuando se cruzan las montañas y se vadea el río, Iruya se presenta como una postal. La capilla contra la piedra parda, roja, verde. Los autos quedan estacionados en las primeras calles; más allá de la plaza, todo se recorre a pie. Horas y horas para una visita o un partido de fútbol en San Isidro o Higueras. Cuando salíamos a recorrer el valle en nuestra camioneta, el asiento de atrás se cargaba de caminantes. Después del saludo, los silencios son prolongados, pero la conversación arranca, tarde o temprano. Esperábamos algún comentario sobre el tiempo que se pierde andando a pie, pero caminar, después lo supe, es un modo de habitar.
Una tarde, nos llamó la atención una mujer bajando en línea recta, ahorrándose las eses del camino. En una de las vueltas, nos topamos con ella. Carmen llevaba un bolso cargado de choclos y zapallitos con un ramo de flores recostado encima. Iba a visitar a los suyos y había perdido el colectivo que la llevaba a Iruya. Durante el viaje, nos contó aquel asunto de la virgen que habíamos escuchado cuando llegamos. La vieja Iruya estaba montaña arriba, al final de la huella que estábamos desandando. Una noche, la virgen desapareció de la capilla. La buscaron varios días, hasta que la encontraron en el río. La repusieron en el altar. A la noche siguiente, la virgen volvió a desaparecer y aparecer río abajo. Así, tres noches seguidas. La nueva Iruya se levantó en el lugar donde siempre encontraban a la virgen. Eso ocurrió en algún año de algún siglo que los mayores no recordaban con precisión.
—La virgen quería quedarse abajo —dice Carmen.
—Qué bueno que esta historia rinda homenaje a los viejos pobladores —le respondo—, se ve que ellos decidieron trasladarse a un lugar más accesible, cerca del río.
—¿Qué pobladores? La virgen eligió el lugar.
Quique me dedica ese silencio de truenos que conozco bien.
/ no les saques fotos / no son un paisaje / no te atrevas /
En ese instante incómodo, el sol se derrumba sobre mi cabeza. Su luz me encandila materialmente, con gigantesca piedad. Cuando los colores se aquietan, una mujer se instala en el asiento de atrás junto a Carmen, apoya su brazo en el bolso, recoge el manto que la cubre y suelta alguna queja. Nos dice que conoce bien el camino, que lo recorre desde hace trescientos años. Le indica a Quique las curvas peligrosas. Ahora el tema es la preparación del maíz. Es mejor remojarlo la noche anterior, dice Carmen. Su cara se ha iluminado. A punto de soltar una risa, la sofoca con la mano. Yo sé de qué se ríe, de quién se ríe.
Después de vadear el río, quedamos en silencio. Por la ventanilla pasan fugazmente pastores, ovejas, cultivos, cruces, campanarios. El motor se apaga en la entrada del pueblo. La inmensidad es sobrecogedora. Se escucha el agua de una fuente, los cascabeles de una llama y sus pezuñas sobre el empedrado, un ladrido. Antes de despedirnos, ofrezco a las mujeres nuestras últimas naranjas. La mujer del manto acompaña a Carmen hasta la casa de su comadre. Se alejan charlando como viejas amigas. Nadie las detiene, ni siquiera el hombre que lleva un atado de lana sobre su espalda. Se baja de la vereda para darles paso. Creo que se persigna.
Mejor no hablemos de esto, Quique. No sé si lo digo o lo pienso o lo escribo esta tarde. Abro el mapa para buscar las rutas de los días siguientes. Sobre ellas, apuro con los dedos los viajes pendientes.
En Bolivia, el castellano suena hermoso y extraño a la vez. Las palabras son anchas, pesadas, las eses se arrastran hasta el silbido. El aire es un bien preciado, se habla sólo lo necesario, por eso las frases se tejen cuidadosamente. La austeridad es el secreto de los cultivos, los intercambios y las ferias.
En la costa peruana, el idioma es verborrágico, pero también preciso. En el Perú andino, la lengua del conquistador se pierde. Suenan palabras alejadas de todo latín. Casas y terrazas de cultivo, corrales y pircas, sintagmas: todo ha sido construido hace cientos de años. Un mundo irreconocible nos da la bienvenida. Aquí estoy, dice el desterrado, aquí soy.
En Ecuador, los Andes se multiplican. A cada paso, un modo particular de peinarse o vestirse marca identidad y territorio. Me quedo con esos varones de pelo largo y lacio, atado en cola de caballo bajo un sombrero de ala ancha. Me quedo con las mujeres de Otavalo y sus faldas negras, largas, despojadas. Los modistos franceses caerían rendidos a sus pies.
Hace ya muchos kilómetros que no entiendo lo que dicen, soy extranjera.
Se abren las puertas de Colombia. Verdes, inmensas. Pasto, Silvia, Cali. Por aquí anduvo África, sus curvas generosas. Hombres y mujeres llevados con cadenas a las mitas de los señores buscaron el regreso desesperadamente. El Caribe los cobijó aterrados, renegridos, escapados. La derrota nos iguala, dijeron los dioses de las pirámides rotas. Nada resulta más nuestro que esta africanía. Antes del saludo, esa manera de sonreír. De frente, mirando a los ojos. Un español frutal y colorido. Con los dientes hacia afuera, los labios a punto de estallar, explican los raticos de toda espera. Los paisas y los rolos se reconocen y desconfían. Las arepas se hierven en su aroma. Las playas se recuestan sobre un manto turquesa y único. Todo sucede más allá de mí. Fuera de mí. El calor es bochornoso. Cartagena, Taganga, Mendihuaca. La selva de Tayrona. Después, Maracaibo. Venezuela es tierra wayuu, entonces es Veenessuela. Brasil, tierra waimiri, es arco, flecha y río.
La selva del oro nos depositó en Boa Vista. Allí los folletos nos invitaban a volver por donde habíamos venido. Boa Vista vende a los extraños la ruta a Venezuela. Camionetas lustrosas y jeeps listos para llevarlos al Parque Nacional Canaima, al Salto del Ángel, al Auyan-Tepuy, al diablo en su meseta y su luna, al río en caída libre.
Veníamos de una marcha caliente por esa tierra de aullidos y chozas cónicas. Detrás de nosotros, la indígena Venezuela; adelante y por mucho tiempo, el inmenso Brasil. De Boa Vista a Manaos nos esperaban diez horas de pura distancia. Nos esperaba, hay que decirlo, el único viaje posible.
La BR-174, una larga cinta de asfalto buscando la orilla del río gigante. Viajar como si la travesía recién comenzara. Escuchar todo el tiempo, sin interrupciones, ese ronroneo del motor, ajeno a todo. Cuántas vidas habrá costado esta selva partida en dos. Seis horas y el río sin aparecer. De pronto, una barrera y camiones en fila. Desde las seis de la tarde hasta mañana a la mañana nadie puede pasar, nos dice el guardia federal. Son los waimiri - atroari, aclara. Ellos cazan y pescan y el ruido de los autos espanta a los animales. ¿Los podemos ver? ¿Podemos hablar con ellos? No se puede, no aparecerán por la ruta, se hunden en la selva y espían desde allí. Acomodamos la camioneta a un costado de la barrera. No se puede. No se pasa. No aparecen.
Hasta ese extraño atardecer, nuestra sed de kilómetros siempre quedaba saciada. Un día amanecí viajando desde La Plata a Tucumán, al otro día estaba en Iruya. Después Potosí, Lima, Quito, Otavalo, Pasto. Cali y Medellín. Cartagena. Caracas. La selva del oro. Nadie había detenido nuestra marcha. América viajaba y yo la contemplaba extasiada y agradecida. Sus montañas, sus llanuras, sus desiertos, su mar caliente. En todos los paisajes, una amabilidad indolente, despreocupada, curiosa. Hasta que, de pronto, se levanta esta pared y nos estrellamos contra ella.
Nos acomodamos para dormir bajo la espesura. Minutos después, Quique respira con el ritmo del sueño, aunque no deja de dar vueltas sobre la cuerina. Su piel despegándose como una cataplasma. Entonces me acordé de Carmen, de sus ojos negros. Recordé lo que no me dijo. Somos invencibles porque la virgen eligió el lugar. Este lugar. Ella fue la única madre entre tanto machete, cañón y fusil. El único abrazo. Quisiera encontrarte esta noche y hablarte de los waimiri. Aquí la virgen es una madre al acecho. No pasarán.
Por la ventanilla se asoman dos ojos amarillos. Los veo a través de mis párpados, o algo así. Unos minutos después son cientos de pares que traspasan sin dificultad el vidrio. Abajo, sobre la alfombra de la camioneta, también esos ojos. Entonces se vuelca el mate con la última yerba, rueda una botella y mis pies se mojan con un agua comprada hace mil kilómetros.
Mis preguntas se pierden en la noche más ancha del mundo. En 1967, mientras yo escribo con tinta azul Parker, la ruta se abre como un tajo de sangre y ellos caen como moscas, sus flechas impotentes frente a las máquinas de la represa. En los años que siguen, mientras yo pego ojalillos en hojas Rivadavia, sobrevive un niño. Cuando puede correr, escupe un veneno poderoso a través del hueco de una caña delgada, entonces otra vez los waimiri en los diarios nacionales y un decreto y otro y otro. Los decretos marcan el área de las cerbatanas: desde 1989 está más allá de la barrera.
Acerco el oído a esos ojos. Me susurran historias entrecortadas. Me explican. La selva no son elefantes, ni leones, ni un niño blanco perdido en ella. La selva somos nosotros, me cuentan. Después vinieron los grileiros, el barro de oro, los árboles cayendo. Alguien apuntó con su flecha al corazón de ese terror. Muerta de miedo y cobardía, la carretera aceptó su derrota, me cuentan los ojos. Entonces me despierto. Un celular linterna se traga la escena y los murmullos. Tengo las piernas acalambradas y los pies ampollados. He recorrido un camino tan largo hasta aquí.
Estoy perdida. No reconozco esta forma de la noche, esta fiebre. Yawara, Roraima, los paranapanema, sus fusiles y cuchillos. Los ojos de la selva. Ni un paso más, chica blanca. Ni un paso más tu gasoil, tu celular, tu curiosidad.
Estoy durmiendo en esta sombra porque una mañana salí con Quique de La Plata diciendo: vamos a conocer América, ella se abrirá a nuestro paso. Pero América se cierra. Por la mañana, a 30 km por hora, cruzamos tierra waimiri. Busco los ojos que me visitaron en la madrugada pero la selva los protege. Oigo el silbido de una cerbatana o un pájaro. Después el río, con su presencia absoluta, me aleja de estas preocupaciones.
Demarcaçao, grita un niño indígena en la inauguración del Mundial de Fútbol. Nadie lo ve. Miren la tela roja que levanta sobre su cabeza, miren bien, las letras negras piden Demarcaçao. Son los waimiri, señalo la pantalla, grito, el locutor presenta los equipos y el niño se esfuma.
Busco retener el último vestigio. La selva, la virgen, balbuceo. He aprendido un idioma nuevo y no tengo con quién hablarlo.
En un puerto enclavado en el corazón del continente, los marineros organizan la travesía. Ellos doman cada día al gigante, porque el Amazonas es los siete mares, el universo entero. Allí nacen, crecen, nadan, venden, se aman, navegan, se enfurecen y mueren indígenas y caboclos, garimpeiros desencantados del Guaire, buscadores de tesoros.
Subimos nuestra camioneta a una de las embarcaciones. Después subimos nosotros y acomodamos nuestras hamacas en la cubierta. Hay lugar para todos. Creo que los arcoiris nacen en este embrollo de telas, de allí suben al cielo para luego zambullirse en un barco anclado en la desembocadura del río, devolviendo los colores.
Compramos en cada muelle lo que nos ofrecen los pobladores. Por sus cañas suben cervezas, pescados, cocos, bajan monedas. En Santarem volvemos a tierra firme. Allí nos espera la arcilla, lista para su travesura.
Cuando tomamos la BR-163, cuando queda atrás el último vestigio de lo que alguna vez fue asfalto, nos topamos con largas filas de camiones y autobuses. Hombres de todas las edades empujan un camión varado hasta despejar el camino. En asambleas improvisadas, choferes y mujeres rodeadas de niños discuten el derecho de pase. Si pasan primero los que van hacia el norte, en qué momento pasarán los que van hacia el sur. El Estado somos nosotros allí, votando nuestras conveniencias.
—¿Cuántos días tardaremos en llegar al Mato Grosso?
—¿Días? Aquí hemos pasado meses.
—Pero yo tengo que dar clases.
Otra vez las sonrisas con todos los dientes. Me enredo en una conversación circular. La selva, la ruta que se llevó la lluvia, los mejores goles de Maradona. Viajamos por esa arcilla resbaladiza miles de kilómetros. Vemos camiones volcados, autobuses con pacientes pasajeros, árboles deslizándose por la corriente. Un remolino de espuma y barro bajo las tablas de un puente que se rompe detrás de nosotros. En una casa de madera roja como el infierno, una niña me vende el agua que alguna vez llegó hasta allí. Me muestra al pasar su ortodoncia reluciente. ¿Quién se la puso? ¿Cuándo? ¿Ella conoce otros caminos y este laberinto es una burla? En el Mato Grosso, los camiones y su carga de soja. Miles de granos lloviendo sobre el capot de la camioneta. Los hormigueros gigantes. La tormenta sin plazos. El calor. El camino hundido, imperturbable. Brasil gira como un planeta enloquecido. La BR-163 es su cinta de Moebius.
Estoy metida hasta la cintura en esta arena movediza. Los camioneros, cuando se amontonan de este lado de la ruta, me buscan para charlar. Creo que los entretiene mi desesperación por llegar algún día a algún lugar. Se ríen de mi esperanza de amanecer, por fin, en Pedro Caballero, Puerto Iguazú, Buenos Aires. Brasil tiene que terminar algún día, pienso, les digo. En un taller de Dourados, Quique se empeña en reemplazar las piezas rotas de la camioneta. Yo creo que es más simple: la pobre ya no sabe a dónde llevarnos. La espera ha recorrido semanas. Bajo un alero de zinc, con los primeros anuncios del carnaval, pido a gritos el abrazo de una virgen. Huérfana de toda madre, me arrodillo ante un niño a punto de soplar su cerbatana.